CHICOS DE MIRADA TRISTE

 Por Alejandra Vignollés

La que sigue es una historia bizarra, tanto que casi hasta al mismísimo Almodóvar no se le hubiera ocurrido nunca. Es pura realidad. No hay ficción en este relato. Se trata de la Buenos Aires profunda, a la que cotidianamente tratamos de invisibilizar. ¿Quieren saber cómo es la diversión en una plaza de esta ciudad? Así.
Se trata nada más que de tomarse el trabajo de entrar a Plaza Miserere, con la mirada atenta y la cabeza abierta, un sábado a la tarde. Allí podremos observar que en la esquina Sur unas cien personas rodean a un actor que se presenta como “cómico”. Lo ayudan a armar su “espectáculo” dos discapacitados, uno que tiene los brazos cortos y el otro las piernas. Completa el elenco una joven de unos 20 años, vestida con ropa muy ajustada y sugerente. El pelo teñido de rubio y los tacos muy altos. A la que a pesar de su juventud, los años de carencias, postergaciones y sufrimientos, dejaron ya huellas en su rostro, en su boca casi desdentada, como al resto de los actores del elenco, del que les estoy hablando.
El guión de la obra consiste que los discapacitados son incitados por el actor principal, el “cómico”, ¿recuerdan?, a conquistar a la joven e invitarla a tomar algo. Una vez que ella acepta, los discapacitados tienen que poner en marcha una moto para llevar a la mujer seducida. De esta manera el discapacitado que tiene las piernas cortas debe intentar hacer arrancar la moto dando una patada hacia atrás. Sus piernas se lo impiden. Ese impedimento hace las delicias del público por las burlas a las que es sometido por el “cómico”. Luego, le toca al otro, el que tiene brazos de unos pocos centímetros, casi que parecen muñones. Pero a este el actor principal directamente lo alza como a un chiquito de siete años, porque a parte de todo es casi enano, y lo sube a la moto. Trascartón tiene que intentar agarrarse del manubrio de la moto. Como no puede. Otra vez las burlas se repiten y el público se ríe a carcajadas. En este punto ya no hace falta quedarse para conocer el final de la obra. Basta con seguir caminando y observar apostadas sobre las rejas que protegen un monumento a voluptuosas mujeres de raza negra, con trenzas en sus cabellos y de las que no es difícil imaginar su origen dominicano. Están esperando que algún cliente se les acerque.
En los alrededores autos de alta gama dan muchas vueltas alrededor de la plaza, a marcha muy lenta. No miran a las dominicanas, sino a chicos de mirada triste, de entre 7 y 12 años, que juegan en el lugar. El autito de la policía sigue estacionado en la esquina oeste. La tarde cae y el lugar empieza a llenarse de sombras.


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