La que sigue es una historia bizarra, tanto que casi hasta al mismísimo
Almodóvar no se le hubiera ocurrido nunca. Es pura realidad. No hay
ficción en este relato. Se trata de la Buenos Aires profunda, a la que
cotidianamente tratamos de invisibilizar. ¿Quieren saber cómo es la
diversión en una plaza de esta ciudad? Así.
Se trata nada más que de
tomarse el trabajo de entrar a Plaza Miserere, con la mirada atenta y la
cabeza abierta, un sábado a la tarde. Allí podremos observar que en la
esquina Sur unas cien personas rodean a un actor que se presenta como
“cómico”. Lo ayudan a armar su “espectáculo” dos discapacitados, uno que
tiene los brazos cortos y el otro las piernas. Completa el elenco una
joven de unos 20 años, vestida con ropa muy ajustada y sugerente. El
pelo teñido de rubio y los tacos muy altos. A la que a pesar de su
juventud, los años de carencias, postergaciones y sufrimientos, dejaron
ya huellas en su rostro, en su boca casi desdentada, como al resto de
los actores del elenco, del que les estoy hablando.
El guión de la
obra consiste que los discapacitados son incitados por el actor
principal, el “cómico”, ¿recuerdan?, a conquistar a la joven e invitarla
a tomar algo. Una vez que ella acepta, los discapacitados tienen que
poner en marcha una moto para llevar a la mujer seducida. De esta manera
el discapacitado que tiene las piernas cortas debe intentar hacer
arrancar la moto dando una patada hacia atrás. Sus piernas se lo
impiden. Ese impedimento hace las delicias del público por las burlas a
las que es sometido por el “cómico”. Luego, le toca al otro, el que
tiene brazos de unos pocos centímetros, casi que parecen muñones. Pero a
este el actor principal directamente lo alza como a un chiquito de
siete años, porque a parte de todo es casi enano, y lo sube a la moto.
Trascartón tiene que intentar agarrarse del manubrio de la moto. Como no
puede. Otra vez las burlas se repiten y el público se ríe a carcajadas.
En este punto ya no hace falta quedarse para conocer el final de la
obra. Basta con seguir caminando y observar apostadas sobre las rejas
que protegen un monumento a voluptuosas mujeres de raza negra, con
trenzas en sus cabellos y de las que no es difícil imaginar su origen
dominicano. Están esperando que algún cliente se les acerque.
En los
alrededores autos de alta gama dan muchas vueltas alrededor de la plaza,
a marcha muy lenta. No miran a las dominicanas, sino a chicos de mirada
triste, de entre 7 y 12 años, que juegan en el lugar. El autito de la
policía sigue estacionado en la esquina oeste. La tarde cae y el lugar
empieza a llenarse de sombras.
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